La colgada
Es una suerte de antítesis de la vulgarmente denominada “hinchapelotas”. Es decir, nunca está encima de nosotros, porque apenas se acuerda de lo que tiene que hacer en el día. Es impuntual y puede equivocarse de esquina, y hasta de barrio, cuando se trata de una cita. Pierde el celular seis veces al año, y por eso no responde los mensajes. Si la agarramos con las defensas bajas, hasta puede dudar de nuestro nombre. Pero no lo hace a propósito: ¡es así! Y de esa manera, construye un personaje susanesco que nos enamora… Hasta que se olvida de querernos.
La dominante
A los dos minutos de conocerla, nos hace saber que su tiempo vale oro, y nosotros le creemos. No nos deja pasar una ironía ni un destrato, de esos que tenemos más por brutos que por otra cosa. Puede definírsela como cabrona, pero la verdad es que se hace respetar. Es el estilo que atrapa fácilmente al pollerudo, ese sujeto de escasa voluntad que pasa del mandato materno al mandato conyugal. Imaginen su desamparo si la susodicha aparece un día con la frase: “Ya no me alcanza con que me esperes con la comida”…
La dubitativa
Es la peor. Con ella nunca sabemos si somos su plan A, B o C. Es la que ayer nos dijo que nos amaba, la que hoy nos llama porque tenemos que hablar, y la que mañana quizás nos convoca nuevamente a su vida. Tiene más dudas que testigo de causa de lavado de dinero. Y también tiene nuestro corazón colgando en sus manos, como le pasa a Carlos Baute. Cuando finalmente nos eyecta de su vida, nos juntamos con nuestros amigos y la llamamos “la bipolar”, aunque nunca terminemos de borrarla del Facebook, ni de nuestra memoria rígida.
La independiente
La señorita, además de trabajar, estudia una carrera, o se anota en cursos, cursillos y cursetes. O va al gimnasio todos los días y hace tres clases seguidas. En resumen, tiene una vida propia que no negocia con nadie. Entonces puede quedarse a dormir en casa, pero a las 6:30 se levanta para entrenar porque piensa correr una mountain race. Y para participar del evento, se va una semana a esa cumbre. Cuando vuelve, nos dice que nos ama, pero que mañana tiene dos exámenes dificilísimos. Y así, la única chance de estar más con ella es volverse un asistente personal, lo cual nos deja más devaluados que el dólar oficial.
La amiguera
Es el Vía Crucis del hombre celoso. Siempre está rodeada de amigos, que a cada rato la llaman para contarle sus cosas, y nosotros nos sentimos con menos garantías que un banco griego. Pero cuando le hacemos un planteo por un fulano que la abrazó, se mata de risa y nos dice: “Bobo, es gay”. Nuestra suspicacia nos hace pensar que todos son fogosos ex que pretenden un revival, o que la van de amigos para invitarla a la cama o, aunque sea, a una hamaca paraguaya. Al décimo planteo, nos pega un shot de salida y terminamos aspirando a ser su amigo, entre los centenares que ya tiene.
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